miércoles, 12 de junio de 2013

Diario de Aspasia de Mileto


Por Carlos Varela Fdez.
GRIEGO.
1º B Bachillerato.
IES Padre Isla, León.

Día 1

Querido diario,

Han pasado ya muchos meses desde que comencé a llenar tus páginas de letras y garabatos. Ya estamos en el μηνὸς μεσοῦντος del Μουνιχιών y aún me parece que el Ἀνθεστηριών aún no se ha marchado de nuestras casas y de nuestras vidas. Hoy salí por la mañana, bien temprano, antes incluso de que Pericles hubiera marchado, al atrio donde crecen, como ya sabes, querido amigo, las azucenas y los olivos. ¡Los árboles ya florecen! Pronto vendrá el calor y el buen tiempo a llenar mi corazón de vida nuevamente.

Es que no eres capaz de imaginar cómo hecho de menos el sol de Mileto. Aún recuerdo, entre imágenes difusas y roídas por el tiempo, los largos veranos milesios en compañía de mis hermanas y mis amigas en las riberas del río Meandro y en las calles y plazas de la ciudad. Corríamos rápido para escuchar a los poetas y a los sabios hablar en las plazas, acudíamos desesperadas a los puertos para escuchar los fascinantes relatos que nos contaban los comerciantes y aventureros sobre esa ciudad que ocupaba por aquel entonces nuestros sueños, Atenas. Hoy día sé que muchas de las cosas que nos contaban eran producto de Apolo.

Hoy pude besar a Pericles antes de que se fuera a trabajar. Ya sé que no le gusta que nos besemos en público porque los oligárquicos y demás enemigos del gobierno del pueblo nos ridiculizan en sus obras y en sus discursos. En especial ese perverso, esa pequeña serpiente Pitón a la que todavía no ha matado Apolo. Ese mal llamado poeta al que los dioses apodaron Hermipo. No pierde la oportunidad de malmeter contra mí por ser extranjera y vivir con Pericles sin matrimonio alguno, sin ningún enlace de ningún tipo. Porque ¿para qué quieres un papel que certifique que estarás siempre unida a ese hombre cuando en realidad todo el mundo sabe que no es así? Lo que le pasa a Hermipo es que se quiere vengar de mí por revelar ante el pueblo que era uno de mis clientes habituales.

Pero eso fue en otra época…

Hoy por la mañana, animada por el buen tiempo, he estado paseando por esta bella ciudad que me acogió como a su propia hija. Hacía tiempo que no pasaba por el Ágora. Últimamente he estado leyendo mucho. Jenofonte me pasó el borrador de su última obra y me he dedicado por completo a él. He de reconocer que Jenofonte tiene una espectacular habilidad para pasar al papel todos los razonamientos filosóficos a los que llegamos juntos por las tardes. Hace tiempo que le encomendé que se encargara de escribir por mí porque a mí Apolo, como ya sabes, no me dio el don de la escritura en prosa. No así el de la poesía. Pericles bromea llamándome ‘‘Safo de Mileto’’, pero yo no creo que mis palabras lleguen a ser como las suyas. Su literatura está dotada de un encanto especial, es frágil pero bella como el canto de un ruiseñor.

La que también me pareció dotada de una extrema fragilidad fue la Acrópolis, cuando la vi paseando por el ágora esta mañana. Tanto tiempo en esta ciudad y aún no me he acostumbrado a su belleza. Recuerdo que, cuando llegué con Sofrón, en la más tierna juventud, lo primero que hice fue señalar con un dedo la montaña y gritar: ‘‘¡Esa tiene que ser la Acrópolis!’’. Había estudiado mucho sobre Atenas, podría identificar sus templos y edificios son tan solo verlos una vez.

Y ahora ya forman parte de mi vida cotidiana. Hoy, paseando por la Stoá Poikile, pude observar el devenir de las vidas de los ciudadanos atenienses como hacía tiempo que no hacía. Alfareros, comerciantes, poetas… La ciudad con la que siempre soñé bullía de vida delante de mis ojos y me invadió un sentimiento de felicidad pocas veces antes experimentado. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba a abajo. Me sentí plena, llena de vida, feliz, como si ya no me quedara nada más por hacer. Mi sueño era conocer Atenas y no solo vivo allí sino que comparto lecho con su cabeza visible, políticamente hablando.

Esta tarde estuvieron en casa Sócrates, Platón y Jenofonte. Les preparé vino con miel y plakon. Según Platón, la Filosofía le da hambre. ¡Jaja! Un día Jenofonte me confesó que su querido amigo Platón tenía hambre hasta cuando dormía. Cada vez que lo dice, yo me río y le respondo: ‘‘Amigo Platón, lo que debes tener es amor a la sabiduría, noa mis pasteles’’. Y él siempre me responde que una cosa no quita la otra. Hoy estuvimos hablando del cielo. Cada uno teníamos posturas muy diversas, pero no las voy a contar aquí porque mi muñeca tiene un límite, ¡los Dioses no me hicieron perfecta! Además, mañana tengo que escribirle el discurso de defensa a mi nuevo cliente, Eulogio, y me temo que su caso da para unos cuantos papiros.

Mañana volveremos a hablar, si Helios quiere darnos la vida un día más.

Día 2

Querido diario,

Hoy el Sol ha vuelto a traspasar sin piedad mis párpados y he despertado en medio de una cuna de sábanas blancas y rayos de luz. Pericles ya no estaba conmigo, así que me levanté y comí unas exquisitas galletas de Rodas que había comprado hace dos días en el artokopeion acompañadas con un poco de leche. Aristófanes dice que parezco una campesina, todo el día bebiendo leche y kykeon, ¡pero ellos nos pueden entender las beldades de estos productos! Ojalá todos los atenienses bebieran más leche y menos vino. Yo aprecio el vino como un manjar del Olimpo, pero reduzco su consumo al simposion y las reuniones con mis amigos los filósofos. El resto del tiempo prefiero el agua y la leche.

Hoy he estado escribiendo el discurso de defensa de Eulogio. Curiosa paradoja, ‘‘aquel que tiene buen discurso’’ no es capaz de escribirse uno. Pero no me puedo quejar, puesto que tengo un trabajo que adoro y que es, además, muy buen pagado. Este viejo ateniense mató al amante de su mujer en su propia casa amparándose en la ley que todos conocemos, y la familia del muerto lo lleva a juicio por planear el asesinato. Al final, después de mucho pensar, me han salido cinco pergaminos.

Por la tarde he estado en el mercado. Pericles me pidió queso de cabra, y además la miel se estaba acabando. Además, quiero organizar un simposion dentro de cuatro días y no me quedaban huevos de oca de Egipto. ¡Amo esos huevos! Los pondré con miel y dátiles. Al final pasó lo de siempre: fui pensando en comprar tres cosas y volví a casa con quince. Que si higos, que si aceite, que si mantequilla, que si más galletas de Rodas…

Hoy no me tocó reunirme con mis amigos, así que aproveché para leer algo. He retomado de nuevo la obra de Pitágoras. La segunda lectura es mucho más placentera que la primera, o eso me parece a mí, quizás porque la leí en mi adolescencia, cuando era menos sabia y más joven. Ahora, cada vez que voy avanzando más y más en su obra, estoy más convencida de la veracidad de su teoría cumbre. ¡El Universo tiene, necesariamente, que estar gobernado por números! Son las Matemáticas las grandes gobernantes del Universo, las que rigen las normas de este mundo en el que vivimos. Las estrellas, los cometas, las lluvias, hasta el brillo mismo del sol responden a largas combinaciones de números que los Dioses nos pusieron ahí para poder representar esta comedia en la que vivimos. Cada día estoy más convencida de ello. Solo debemos descubrir esos números, y el Universo entero se abrirá ante nosotros como si de una puerta se tratase.

Día 3

Querido diario,

Hoy he estado en la Heliea entregándole a Eulogio el discurso que escribí para él. No sé si esos viejos jueces claudicarán a favor de mi cliente o votarán en contra, pero solo los Dioses saben los ímprobos esfuerzos que he hecho para escribir un alegato a favor de una causa que creo totalmente injusta. Las musas del Parnaso no va a volver a visitarme hasta el Μεταγειτνιών por lo menos, ayer abusé demasiado de ellas. No me parece bien que un hombre pueda matar a otro de forma premeditada tan solo por el hecho de ser el amante de su mujer. Además, la muchacha era joven y el hombre pasaba las cincuenta décadas… Dicen que el muerto era uno de los más brillantes alfareros de toda Atenas, con esa venganza absurda propia de burros más que de personas se ha perdido a un gran talento. Confío en que los jueces de la Heliea sean justos y cumplan bien su labor de representar al pueblo y a la Justicia, y obren según esta ordene.

De esto mismo estuvimos hablando Sócrates, Platón, una mujer llamada Ariadna y yo. Nos reunimos en el atrio de casa para hablar como solemos hacer muchas tardes alrededor de una copa de vino con miel y un gran arietés y llegó esa desconocida mujer pidiéndome permiso para escucharnos. Aunque Platón tuvo sus reticencias (seguramente no quería compartir mis dulces con nadie y, además, todos sabemos el pensamiento de Platón; son muchas las veces en las que he discutido con él sobre esos temas), finalmente, yo la dejé pasar y conversar con nosotros. Todos son invitados al coloquio de la sabiduría. Ciudadanos y metecos. Hombres, mujeres, niños y ancianos, a ninguno se les debería privar de morder la manzana del saber e incluso de poder comérsela entera. En Mileto todos los niños, tanto hombres como mujeres, íbamos a la escuela y aprendíamos a amar la sabiduría como nuestra propia vida; no termino de entender por qué aquí, en Atenas, las mujeres deben apartarse de las escuelas y dedicarse a los hogares y a los hijos. ¿No nacemos los dos de la misma forma, no usamos el mismo lenguaje? ¿Acaso no es cierto que los hombres necesitan de las mujeres para vivir y las mujeres de los hombres? ¿Qué harían todos esos viejos oligárquicos, enemigos del gobierno del pueblo y del progreso de las ideas, sin las bellas hetairas que llenan sus días vacíos y sus noches grises? ¿Qué harían las mujeres casadas sin los jóvenes amantes que les dan la libertad todas las noches entre las sábanas? A los dos nos contempla el mismo cielo, nos mojan las mismas lluvias y nos quema el mismo sol. No debería, pues haber diferencias entre nosotros.

Así que le dejé atender a nuestra conversación. Nos propusimos no rellenar nuestros cílix hasta que no tuviéramos una buena definición del concepto Justicia. Mucho se ha escrito sobre esto, muchas tablillas y pergaminos hablan de este gran verdad, pero estoy segura de que, si vamos por las calles de Atenas preguntando a los ciudadanos qué es la Justicia, la mayoría de ellos preferiría ser víctima del Ostracismo antes que tener que responder. Así que tuvimos que pasar toda la tarde sin una gota de vino más que empapara nuestras gargantas, lo cual no impidió que Platón bebiera kykeon traído por él mismo. Este, mi gran amigo, llegó a la conclusión de que tan solo la Justicia debe dar la felicidad, y que la felicidad debe otorgarla el Estado, así que terminó dejando en mal lugar a la Heliea. Luego, Sócrates intentó utilizar su famoso método con nosotros, pero este fue en vano, ya que cayó la noche y aún no teníamos una definición de Justicia. En estos momentos, parece que las horas se vuelven minutos y éstos segundos, dejándome la sensación en la cabeza de que todo esto ha pasado más rápido que el pestañeo de un ave.

Día 4

Querido diario,

Hoy Helios no parecía encontrarse de muy buen humor, porque no quiso pasear por la cúpula que sostiene Hércules en sus hombros y alumbrarnos con sus rayos de luz. Hoy en Atenas el frío se podía respirar. Más que frío, viento. Un viento helado, que no sé de dónde venía, que te cortaba la cara y se calaba hasta lo más profundo de tus huesos.

Por eso no he salido de casa y me he dedicado a leer. He dejado momentáneamente a Pitágoras y he vuelto a leer, por décima o undécima vez, los relatos y poemas de Safo de Mitilene. Nunca habrá palabras suficientes para expresar mi admiración por esa mujer. Pese a que nunca la conocí, y nunca la conoceré –aunque mantengo la firme esperanza de que nos podamos ver en el Hades-, a día de hoy siento que la conozco desde siempre, que podría describir con exactitud su carácter y su personalidad. No conozco ninguna mujer que me haya cautivado tanto como ella: es capaz de darle a las palabras significados nuevos, aportarles sentimientos y convertirlas en humanas, hijos de Urano y de Era, hacer que te retuerzas en la silla o grites de alegría al leerlas. Jamás han existido en el mundo entero palabras que puedan hacerme sentir tanto en tan poco tiempo. Cuando leo sus relatos y poemas siento que soy yo, y no ella, la que vive esas situaciones y siente esas emociones en lo más hondo de su pecho. 

Siempre he mantenido esa adoración en secreto. Ni siquiera Pericles conoce de mi gusto por leer estos poemas. Dicen que todas las mujeres deben guardar un secreto: este es el mío. Tengo que enfrentarme día a día a las críticas de todos los que me ven como una intrusa en su ciudad y en su tiempo solo por ser extranjera, ser mujer y defender unas ideas y unas costumbres que ellos no son capaces de aceptar; no quiero que me calumnien por columpiarme en las palabras de esta poetisa de las poetisas. La última vez que tuve que enfrentarme a esa sabandija de Aristófanes casi se desencadena una guerra, así que prefiero no causar más polémica de la que ya causo.

Pero ¿acaso debo callarme por sus comentarios y calumnias? Sí, trabajé varios años como hetaira al servicio de los más ricos ciudadanos atenienses, estudié, leí y aprendí una cantidad ingente de conocimientos que estoy orgullosa de conocer, y sí, vivo con Pericles, cabeza visible del Estado Ateniense, sin estar casada con él. Nací en Mileto, donde también nacieron mis padres y mis abuelos. ¿He de avergonzarme de todo eso? ¿He de sentir pesar por no haber nacido en Atenas o haber podido estudiar al nivel que los más sabios hombres que en el mundo ha habido? ¿He de asumir la culpa de que Pericles me quiera, y de que yo lo quiera él? Fue la flecha dorada de Eros la que decidió enlazar definitivamente nuestro destino, no mi voluntad. En estos momentos siento que la Aspasia fuerte, sabia y privilegiada, que se codea con la más alta sociedad de Atenas, que es capaz de seducir a cincuenta hombres con solo un ligero movimiento de caderas, la Aspasia de los ojos verdes y los cabellos rubios, no se convierte más que un simple trapo o en un trozo de cerámica abandonado en una de las calles de Atenas.

En estos momentos, no sé más que leer con avidez la poesía de Safo, y ver que, ella, al igual que yo, también sufrió.

Día 5

Querido diario,

Hoy me encuentro mucho mejor que ayer. Las lágrimas no nublan mis ojos y vuelve a llenar mi corazón ese sentimiento de felicidad y de ganas de comerme el mundo que me hace estallar el pecho.

He estado por la mañana en la Asamblea. Esta vez he decidido intervenir, aunque fui con el propósito de escuchar a unos y a otros oradores. Aunque he procurado pasar desapercibida,  ha sido imposible: varios ciudadanos me han reconocido y se ha armado un gran revuelo en torno a mí. Me pedían que hablara en defensa del pueblo contra la aristocracia y a favor de la Constitución. Yo no he podido negarme: me moría de ganas de hacerlo. Así que cuando terminó de hablar un joven ciudadano al que no conocía, subí al estrado e imposté mi voz, viendo cómo el agua comenzaba a correr por la clepsidra. Hablé de todo lo que escribí aquí hace dos días: la igualdad entre hombres y mujeres. Creo que me granjeé un mayor número de enemigos del que ya tenía, pero, sinceramente, no es un dato que me quite el sueño. He hablado desde lo más profundo de mi ser, siendo consciente de todas y cada una de mis palabras, defendiendo unos valores aprendidos en la infancia en Mileto y desarrollados en mi juventud. Esto es lo que pienso y lo que siento. No sé si Aristófanes o Hermipo, ese vil poeta de lengua bífida, me llevarán a la Justicia -Justicia, ¿qué es eso de Justicia?- por esto, pero yo voy a defenderlo delante de la Heliea, de Pericles o de la misma Atenea. No es la primera vez que me acusan de corromper las mujeres, pero eso no me preocupa.

Pronuncié la última palabra cuando la última gota de agua cayó de una hydra a la otra, y después, tras breves segundos, una multitud de aplausos y abucheos se elevó sobre la colina de la Pnix y llegó hasta la Acrópolis. Yo sonreí. Realmente, había disfrutado del momento.

Por la tarde acudí con Pericles al taller de Fidias a ver su más reciente obra. Fidias, como ya sabes, es el Escultor de Atenas, gran artista y mejor amigo. Sus manos poseen todo el espíritu de Apolo para las artes: es capaz de darle sentimientos a unos pedazos de roca y ponerle rostro y personalidad. A través de sus esculturas puedo viajar a todos los lugares, en todos los tiempos en los que se inspira, conocer a Atenea, a Dafne o a Urano. Es uno de los mejores amigos de Pericles: esta es una de las razones por las que Fidias se ha encargado de tallar un sinfín de esculturas para el Estado de Atenas.

Cuando llegamos a casa, el sol ya se había puesto y Selene exhibía en su lugar un precioso vestido de nardos.

Día 6

Querido diario,

Helios al fin ha oído mis súplicas y ha vuelto a salir de forma radiante y altanera. Baño ahora mis rasgos a la luz crepitante de un candil, pero hasta hace una hora los cabellos de Helios me han calentado el cuerpo y prendido fuego a mi corazón. 

Por la mañana, animada por el buen tiempo, decidí hacerle una visita a mi mejor amiga, Ademia. No sé si ya te he hablado de ella alguna vez, pero Ademia es una mujer que trabajó conmigo como hetaira cuando éramos más jóvenes y que dejó, como yo, ese mundo de ostentación y riqueza. Dicen que Zeus es el más poderoso de cuantos dioses habitan en el Olimpo; yo creo, sin embargo, que este calificativo debe llevarlo Eros, que, pese a ser aún un niño caprichoso y travieso, tiene el poder de cambiar toda una vida con tan solo un leve movimiento de muñeca. Yo dejé mi oficio de hetaira gracias a él, eso fue también lo que pasó con Ademia.

Cuando era pequeña –yo no conocí su infancia, todo lo que sé me lo contó ella- siempre era reprendida por su padre por decir que no quería casarse, que quería ser libre y viajar más allá de las puertas de Atenas, conocer el mundo, descubrir los secretos del Universo. A medida que fue creciendo, sus ideas eran más claras. Su padre la obligó a casarse con un joven de su edad que había hecho dinero como comerciante en Creta. Ella intentó escaparse para huir de su destino, pero su familia la descubrió y la obligó a permanecer en Atenas con su marido. Finalmente, éste pidió el divorcio y devolvió la dote a la familia, alegando que Ademia no había nacido para estar con ningún hombre. Viendo las circunstancias, su padre decidió que entrara en la escuela de Hetairas: allí se cruzaron nuestros caminos.  No fue difícil trabar amistad con ella: las dos sabíamos muy bien lo que queríamos y cuáles eran nuestras ideas. Sin embargo, yo me enamoré de Pericles y ella fue dada de lleno con la flecha de Eros en el pecho: cayó perdida de amor por un joven alfarero que vivía cerca de su casa. Comenzaron a verse a escondidas. Finalmente, comunicó la decisión a su padre: se casaría con él, abandonando para siempre su profesión con hetaira. Y la boda se consumó. Recuerdo que por aquel entonces Pericles estaba divorciándose de su mujer para poder casarse conmigo, aunque ya sabes, viejo amigo, que eso nunca pudo ser. Yo acudí junto a él a la boda de Ademia y, después, se trasladaron a vivir juntos. Ademia quedó entonces recluida en su casa, como una auténtica esposa ateniense. Realmente es horrible la vida de estas mujeres. Cuando su marido intentó que le diera descendencia, ésta fue incapaz de hacerlo. Afrodita le había negado este bien femenino: los hombres no podían crecer en su vientre. Por esto, su esposo la repudió y ahora mantiene relaciones con una muchacha adolescente que vive cerca de su casa. Ademia no está pasando por un buen momento. Sin embargo, es una mujer fuerte, inteligente, soñadora y con un increíble espíritu luchador: ahora tiene un amante, éste es el marido de la muchacha con la que se ve su esposo.

Estuvimos sentadas en el atrio bebiendo kykeon y hablando de su relación con su amante y su marido. Ademia está intentando amargarle la vida a su marido para que éste pida el divorcio y pueda así volver a engrosar la exclusiva lista de las hetairas: ella era una de las mejores. 

Me recuerda tanto a Safo… Sus túnicas vaporosas y coloridas, sus coronas y pulseras de flores frescas y aromáticas, esa mirada soñadora en la que vive una ánfora llena de deseos y de sueños de libertad… Ahora, ya no quiere a su marido. Lo único que quiere es volver a ser una hetaira y poder volar, algún día, como las águilas y los ruiseñores que llenan Atenas en un día del Μεταγειτνιών.

Día 7

Querido diario,

Hoy es el día en que Pericles no trabaja. El día de descanso. Hoy he vuelto a sentir su calor contra mi cuerpo, el roce mudo de su piel y su cálido aliento bañando mi rostro. Notaba su respiración, cómo subía y bajaba su pecho y reía su torso, el tacto húmedo de su lengua y ese olor característico de su pelo. Hoy, Pericles ha vuelto a ser mío.

Hemos desayunado juntos galletas de Rodas con queso de cabra, miel e higos, y, después, hemos estado un rato hablando en el atrio, sentados en el suelo, disfrutando del día claro y de los lazos de nuestras miradas mudas y elocuentes. Me ha comentado que Sófocles estaba escribiendo una nueva tragedia, pero no le prestado atención. En esos momentos no me importaba nada de lo que pudiera decirme, porque en mi mente habitaba un solo pensamiento.

Ayer, cuando te guardé bajo la luz del crepúsculo entre los secretos de mi habitación, me sentí tan tremendamente sucia y sudada que tuve la irresistible necesidad de lavarme. Así que fui al atrio y, bajo la atenta mirada de Selene, me hice con una hydra llena de agua limpia y cristalina. Sobre su superficie se reflejó mi rostro, roto en mil pedazos por los viajes continuos del agua. Entonces, mientras me lavaba, cubierta por los rayos diáfanos de Selene, que nunca duerme, descubrí que mi pecho había engordado. Y entonces llegó el entendimiento: hacía tiempo que había dejado de sangrar.

Voy a tener un hijo de Pericles.

Y allí, en esa reluciente mañana, con el pelo ondeando cual bandera al son del ritmo marcado por el aire de Atenas, Pericles supo de mis labios que guardaba un pedazo de mi carne en mi interior, un pedazo de carne que habíamos hecho los dos.

Y su sonrisa, en ese momento, nunca la olvidaré.