miércoles, 12 de junio de 2013

Día 4

Querido diario,

Hoy Helios no parecía encontrarse de muy buen humor, porque no quiso pasear por la cúpula que sostiene Hércules en sus hombros y alumbrarnos con sus rayos de luz. Hoy en Atenas el frío se podía respirar. Más que frío, viento. Un viento helado, que no sé de dónde venía, que te cortaba la cara y se calaba hasta lo más profundo de tus huesos.

Por eso no he salido de casa y me he dedicado a leer. He dejado momentáneamente a Pitágoras y he vuelto a leer, por décima o undécima vez, los relatos y poemas de Safo de Mitilene. Nunca habrá palabras suficientes para expresar mi admiración por esa mujer. Pese a que nunca la conocí, y nunca la conoceré –aunque mantengo la firme esperanza de que nos podamos ver en el Hades-, a día de hoy siento que la conozco desde siempre, que podría describir con exactitud su carácter y su personalidad. No conozco ninguna mujer que me haya cautivado tanto como ella: es capaz de darle a las palabras significados nuevos, aportarles sentimientos y convertirlas en humanas, hijos de Urano y de Era, hacer que te retuerzas en la silla o grites de alegría al leerlas. Jamás han existido en el mundo entero palabras que puedan hacerme sentir tanto en tan poco tiempo. Cuando leo sus relatos y poemas siento que soy yo, y no ella, la que vive esas situaciones y siente esas emociones en lo más hondo de su pecho. 

Siempre he mantenido esa adoración en secreto. Ni siquiera Pericles conoce de mi gusto por leer estos poemas. Dicen que todas las mujeres deben guardar un secreto: este es el mío. Tengo que enfrentarme día a día a las críticas de todos los que me ven como una intrusa en su ciudad y en su tiempo solo por ser extranjera, ser mujer y defender unas ideas y unas costumbres que ellos no son capaces de aceptar; no quiero que me calumnien por columpiarme en las palabras de esta poetisa de las poetisas. La última vez que tuve que enfrentarme a esa sabandija de Aristófanes casi se desencadena una guerra, así que prefiero no causar más polémica de la que ya causo.

Pero ¿acaso debo callarme por sus comentarios y calumnias? Sí, trabajé varios años como hetaira al servicio de los más ricos ciudadanos atenienses, estudié, leí y aprendí una cantidad ingente de conocimientos que estoy orgullosa de conocer, y sí, vivo con Pericles, cabeza visible del Estado Ateniense, sin estar casada con él. Nací en Mileto, donde también nacieron mis padres y mis abuelos. ¿He de avergonzarme de todo eso? ¿He de sentir pesar por no haber nacido en Atenas o haber podido estudiar al nivel que los más sabios hombres que en el mundo ha habido? ¿He de asumir la culpa de que Pericles me quiera, y de que yo lo quiera él? Fue la flecha dorada de Eros la que decidió enlazar definitivamente nuestro destino, no mi voluntad. En estos momentos siento que la Aspasia fuerte, sabia y privilegiada, que se codea con la más alta sociedad de Atenas, que es capaz de seducir a cincuenta hombres con solo un ligero movimiento de caderas, la Aspasia de los ojos verdes y los cabellos rubios, no se convierte más que un simple trapo o en un trozo de cerámica abandonado en una de las calles de Atenas.

En estos momentos, no sé más que leer con avidez la poesía de Safo, y ver que, ella, al igual que yo, también sufrió.

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