Querido diario,
Hoy es el día en que
Pericles no trabaja. El día de descanso. Hoy he vuelto a sentir su calor contra
mi cuerpo, el roce mudo de su piel y su cálido aliento bañando mi rostro.
Notaba su respiración, cómo subía y bajaba su pecho y reía su torso, el tacto
húmedo de su lengua y ese olor característico de su pelo. Hoy, Pericles ha
vuelto a ser mío.
Hemos desayunado juntos
galletas de Rodas con queso de cabra, miel e higos, y, después, hemos estado un
rato hablando en el atrio, sentados en el suelo, disfrutando del día claro y de
los lazos de nuestras miradas mudas y elocuentes. Me ha comentado que Sófocles
estaba escribiendo una nueva tragedia, pero no le prestado atención. En esos
momentos no me importaba nada de lo que pudiera decirme, porque en mi mente habitaba un solo pensamiento.
Ayer, cuando te guardé bajo
la luz del crepúsculo entre los secretos de mi habitación, me sentí tan
tremendamente sucia y sudada que tuve la irresistible necesidad de lavarme. Así
que fui al atrio y, bajo la atenta mirada de Selene, me hice con una hydra
llena de agua limpia y cristalina. Sobre su superficie se reflejó mi rostro,
roto en mil pedazos por los viajes continuos del agua. Entonces, mientras me
lavaba, cubierta por los rayos diáfanos de Selene, que nunca duerme, descubrí que
mi pecho había engordado. Y entonces llegó el entendimiento: hacía tiempo que había
dejado de sangrar.
Voy a tener un hijo de Pericles.
Y allí, en esa reluciente mañana,
con el pelo ondeando cual bandera al son del ritmo marcado por el aire de Atenas,
Pericles supo de mis labios que guardaba un pedazo de mi carne en mi interior, un
pedazo de carne que habíamos hecho los dos.
Y su sonrisa, en ese momento,
nunca la olvidaré.
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